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Milagro en Añora

Milagro en Añora. Foto: María José Bermejo

Una confesión de leyenda y milagro, al amparo silencioso de las encinas milenarias que pastan apacibles ajenas a todo peligro, susurrada con la voz temerosa de tanta sabiduría inútil, con el suave vaivén de unas manos que surcan los aires como negras golondrinas del anochecer. Una de esas tristes mujeres que lloran eternamente la muerte presentida de tantos hijos y maridos ya sin memoria, que guardan en cada pliegue de esas ropas oscuras como la noche los jirones de una vida sin vivir, la rabia de un esfuerzo tan tremendo y que al cabo resultó baldío. Como de otras vidas, de otros tiempos sin fundamento, trae la leyenda espuria de aquellos sucesos del amanecer, que colmaron una ansiedad eternamente insatisfecha.

Y lo cuenta de un pasado tan remoto como si nunca hubiera podido ser vivido, ni recordado, cuando allá por el siglo XV, o quizás fuera el XVI, don Alonso Ruiz del Castillo, que había viajado como servidor de los reyes cristianos por las cortes de Valladolid y Medina del Campo, volviera a la Añora de entonces acompañado del consejero fray Diego Dávalos, que traía consigo una reliquia del leño de la Cruz originaria de la tierra santa de Jerusalén. Era la mañana del dos de mayo de 1571, parece querer recordar ahora la memoria con una precisión digna de espanto, cuando el vecindario noriego asiste con el silencio de los sepulcros al cortejo fúnebre de un carro de insolente crujir, que transporta la dolorosa carga de un cuerpo blanco de infante que no pudo resistir las fiebres del camino. El oidor de la Real Audiencia conduce con su mano las riendas, altivo, con la dignidad imperturbable de su cargo, resistiendo el alacrán que muerde sus entrañas, con los dientes apretados y ni una lágrima en el corazón. Su esposa, al lado, trae cubierto el rostro con el velo negro de la pena, como quien se aparta del mundo sabiendo que no podrá resistir el dolor infinito de haber visto morir a un hijo apenas nacido. Así lo vieron los vecinos de Añora aquel amanecer de la historia y así lo ha transmitido la memoria de las generaciones hasta hoy, cuando esta mujer de mirada húmeda y edad incontable anuda un nuevo eslabón en la cadena de la tradición, para que no se rompa el conocimiento de lo que verdaderamente importa.

La casa señorial de los Ruiz del Castillo, con sus amplios ventanales y sus filigranas heráldicas, era hoy la cabaña de un pastor, la choza de un labrador de paños veinticuatreros, porque en ella habitaba la desgracia. En una habitación interior, según el uso inmemorial de este pueblo, un féretro minúsculo, aposentado sobre una mesa sobriamente torneada, aparecía rodeado de llantos plañideros que esta vez no necesitaron ni un maravedí para ser sinceros. A los pies, unas ramas de poleo y manzanilla y unos hilos de juncia aromaban el aire irrespirable de una impropia noche de mayo. En la cabecera, la reliquia de la Cruz, guarnecida en una teca de oro y piedras preciosas, imponía su presencia acusadora y soportaba unos reproches que nadie se atrevía a pronunciar.

La mujer calla y coloca los pliegues de sus enaguas. Así tiene que ser, administrando el debido suspense a un desenlace que se adivina. ¿Y cómo saber lo que ocurrió en realidad?. Es el alma de las mujeres de Añora la que recuerda cada año una historia que no se puede olvidar, porque es la historia de la vida. De ese presentir la muerte, que acaso es un llamarla, del regusto en el propio dolor siempre más fuerte que el ajeno, al que rinden culto los vestidos negros de lutos eternos, que agrietan unas vidas que nunca, de todas formas, hubieran sido suaves en la aridez de unas calles de polvo y piedra, a las que el simple hecho de nacer las condenó. Sólo esta historia, cuya regularidad cíclica está garantizada, las salva y las hace libres e inmortales en su esclavitud.

El fraile consejero y don Alonso miraban en silencio las ascuas turbias de la encina en la chimenea cuando una mujer comenzó a decirles atropelladamente algo que no podían entender. Su mente tardó en unir las palabras y darles un sentido, que aun así era un sinsentido. Gritos de llanto, pero ahora distintos, parecían venir de la hasta entonces luctuosa habitación. Hasta allí corrieron los dos hombres olvidando las formas y los modos de su rango. Y cuenta esta mujer, y al contarlo cumple un rito que le fue encomendado por su madre y a ésta por la suya, que don Alonso cayó de rodillas cuando vio que toda la habitación era ahora un puro resplandor de brillos blancos y plateados, que aromas silvestres dominaban el aire, que la reliquia de la cruz flotaba en el centro de la habitación y que a sus pies un niño, ya despojado de la blanca túnica de los difuntos, cantaba en latín unos versos que nunca nadie le había enseñado: Ver novum, ver iam canorum, vere natus orbis est... En Añora, esa noche, había estallado la primavera.


* Publicado originalmente en el diario Córdoba el 6 de mayo de 2000.

3 comentarios :

Anónimo | miércoles, mayo 03, 2006 7:12:00 p. m.

Estoy entusiasmado con la página "solienses", pero no sé si más por haber descubierto a un gran escritor, que es Antonio Merino. No sé si él es consciente de esa valía, pero quizás podría considerarlo y realizar tareas más ambiciosas (aunque ya sé que es cronista oficial de Añora). Si llamativo es el amor por su tierra, ajustada y bellísima es la forma de expresión. Enhorabuena por este artículo que leo 4 años después de su 1ª publicación.

Anónimo | jueves, mayo 04, 2006 10:04:00 a. m.

Os recuerdo que para obtener más información sobre la Festividad de la Cruz 2006, podeis consultar la página web noriega: www.anora.es, pero ojo permitir las ventanas emergentes en vuestro navegador. Un saludo y Feliz Día de la Cruz.

Anónimo | sábado, mayo 06, 2006 9:10:00 a. m.

Joder, qué hermosura. ¿De donde lo sacaste?

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