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Donde se cruzan los caminos


Grupo de ciclistas en el Campo de Marte, frente a la Torre Eiffel, en París.

La respuesta se encontraba en el número 12. Había estado ya en París hace más de veinte años, en mi primer viaje al extranjero, por lo que el reencuentro se convertía necesariamente en un choque de nostalgias. Como cuando se lee por segunda vez una novela, ya no importa tanto el argumento, sino las sensaciones, y se trataba ahora de vivir la cotidianeidad, siendo, no obstante, imposible escapar al influjo poderoso de esos totems de la cultura universal llamados Louvre, Orsay, torre Eiffel o Notre-Dame.


Un bateau mouche pasa junto a la catedral de Notre Dame en la noche parisina.


Un trabajador del Louvre limpia la vitrina de la tumba etrusca de los esposos.

Ni que decir tiene que París ha vuelto a deslumbrar: su majestuosidad, su grandeza, una ciudad en constante ebullición, su concepto exquisito de la educación y el progreso. La principal novedad han sido en esta ocasión los largos paseos nocturnos a orillas del Sena, ese micromundo que cohesiona y da sentido a la ciudad. A diferencia de otras capitales europeas, la vida no acaba allí al anochecer, sino que comienza entonces el prodigioso espectáculo de los sentidos. Malabaristas de fuegos a las puertas de la catedral, pintores por diez euros el retrato sobre el Pont au Double, la fresca animación de las terrazas por Les Halles y Le Marais, el bullicio de los bulevares de Saint-Michele y Saint-Germain. Montmartre, antaño paraíso de la bohemia y los poetas malditos, hoy sobrevive marchito de ilusiones pasadas entre sex-shops y establecimientos de comida basura, y sólo lo salva su cementerio, donde reposan Stendhal, Zola, Truffaut y Berlioz, entre otras genialidades. Al otro extremo de la ciudad y del tiempo, la arquitectura contemporánea deja su impronta en La Défense, demostrando así la soberbia inmarchitable del ser humano y el afán de inmensidad que no ha cesado desde la construcción de las pirámides.


Número 12 de la Plaza Vendôme.

¿Y qué hilo unirá París con Los Pedroches?, me preguntaba. Y la respuesta estaba en el número 12 de la plaza Vendôme, junto a las Tullerías y la Madeleine. La plaza Vendôme es hoy el centro de la alta joyería parisina, pero en octubre de 1881 se estableció allí la Société Minière et Métallurgique de Peñarroya (SMMP), que tanta importancia tendría en el desarrollo económico del norte de Córdoba durante la primera mitad del siglo XX. A aquel escenario prototipo del urbanismo clásico francés llegó a principios de los años 30 el villaduqueño Miguel Ranchal como secretario de su sindicato minero para negociar infructuosamente con los directivos de la empresa la reapertura de las minas de su pueblo, y viendo ahora el destino, el empeño se me antoja aún mayor: qué poco importaría desde la grandiosidad del centro de la cosmopolita vida parisina el futuro de unas miserables aldeas del sur de España. El número 12 de la Plaza Vendôme lo ocupa hoy una joyería de Chaumet y ningún rastro queda ya de la sociedad metalúrgica. La mayor gloria del edificio es guardar memoria de que allí murió en 1849 el compositor polaco Frédéric Chopin y constatar que toda la historia de Europa se cruza tarde o temprano en París.


Un gaitero escocés toca delante de Los Inválidos.


Unos visitantes del Louvre contemplan "El baño de Betsabé" de Rembrandt.


Lujo de Rolex en un escaparate de la Rue Royale. El reloj más barato cuesta 7.400 € y el más caro 13.900 €.


Place du Tertre en Montmartre, donde algunos pintores sobreviven como reclamo turístico de lo que un día fue.


El imponente Grande Arche, en la zona empresarial de La Défense.

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